Juan Carlos Fdez. Naveiro
Imagino a los poseedores de la divisa virtual bitcoin como habitantes de un
univeso (económico) paralelo, pioneros como los que comenzaron a utilizar por
primera vez unas monedas que servían como equivalentes simbólicos del valor de
otros objetos; con la diferencia de que a la institución del dinero le es
esencial el respaldo legal de una autoridad política que regule su naturaleza y
circulación, mientras que el bitcoin, que viene utilizándose desde hace cinco
años sobre todo para transacciones en la red, ofrece como ventaja su carácter
descentralizado, sin intermediarios, que pasa directamente de persona a persona
–como un archivo P2P- y que no está controlado por ningún Estado, banco o
institución financiera. Valga como dato que con esta moneda virtual se realizan
más de cincuenta mil transacciones diarias.
El bitcoin está impulsado por operadoras que funcionan como casas de
cambio, agrupadas en la Fundación Bitcoin, y su uso está sujeto a variaciones
en su cotización y, a juzgar por los problemas surgidos en algunos de sus
operadores, como Mt. Gox o Flexcoin, también funciona como inversión no exenta
de riesgo.
Desde luego es un elemento más en la globalización de los contactos y los
intercambios, pero la idea de disponer de medios de pago alternativos al dinero
oficial es una realidad en centenares de lugares por todo el mundo y en más
setenta pueblos de España (en Bilbao, en Badajoz, en Madrid, en Sevilla, en
Jerez…, lo cuenta la periodista Lula Gómez en “Menos consumir y más compartir”,
en el último número de “Tinta Libre”), pero se trata en estos casos de una idea
no vinculada a la globalización y el negocio sino a la activación de las
economías locales. Monedas con su propio sistema de emisión y control, cuyo uso
se basa en el contacto cercano entre productores y consumidores y que estimulan
la producción local y la actividad económica fuera de los circuitos
financieros. Son los mismos fines que persiguen los llamados “bancos de
tiempo”, donde la gente intercambia sus saberes y disponibilidades sin interés
comercial, o distintas redes de economía alternativa como el movimiento
Transición (de origen británico y gran expansión, sobre todo en Latinoamérica),
o la denominada Economía del Bien Común, impulsada por el profesor de Economía
en Viena Christian Felber.
Felber señala la contradicción entre los valores que apreciamos en nuestras
relaciones humanas (valores de confianza, responsabilidad y solidaridad), que
constituyen el corazón de nuestra sociedad e incluso recogemos como principios
constitucionales, y por otro lado los principios de avidez, irresponsabilidad y
desconfianza que rigen el funcionamiento real de la economía. Para resolver esa
contradicción propone medidas que incentiven los valores que queremos promover,
por ejemplo haciendo una especie de auditorías que evalúen a cada actor social
(instituciones, empresas, productos) mediante una matriz que recoja su
aportación en cuestiones como la gestión participativa de las decisiones, la
huella ecológica o la igualdad de salarios de hombres y mujeres. La idea es que
ese balance se haga visible al consumidor con la esperanza de que este premie
la promoción del bien común, un objetivo que puede parecer poco realista pero que
desde luego no sería realizable sin un marco legislativo adecuado, que por
ejemplo favoreciese fiscalmente a los actores sociales virtuosos. Por lo pronto
son 1500 empresas en 30 países, y más de 35 grupos activos en España. La idea
es también que el dinero recupere su rol original de instrumento, y por tanto
que la acumulación monetaria no sea un fin en sí misma.
Son nuevas redes paralelas a la economía financiera que van surgiendo de
abajo a arriba, de poco a mucho, de sencillo a complejo, como postula la
iniciativa de Transición que aglutina acciones concretas para reducir el
consumo de energía y materiales, con un objetivo a la vez práctico y ético.
Estos movimientos incipientes y plurales inciden en la necesidad de
focalizarse en lo pequeño y en cierto modo “desglobalizar” los flujos de la
economía real; expresan una crisis de la globalización tal como se ha conocido
hasta ahora (precisamente hasta la globalización de la crisis que presenciamos
desde 2008), pues cada vez somos más conscientes de las amenazas de la deuda
creciente de los países ricos (una bomba de efecto retardado que dejaremos en
la espalda de las generaciones siguientes), y ahora también por los debilidades
de los países emergentes, que se han sumado a los mismos errores de un abuso
del crédito y están descubriendo que su prosperidad incipiente quizá tenga los
pies de barro. Desglobalizar no es apartarse de la economía internacional sino
reorientar la economía, de modo que –como dice el sociólogo filipino Walden
Bello– la producción deje de estar enfocada a la exportación y se oriente a la
potenciación de los mercados locales.
El término “desglobalización” ya fue utilizado por el ex Primer Ministro
británico Gordon Brown en 2009, y ha sido una bandera fervientemente defendida
por el Ministro para la Recuperación Productiva del gobierno de Hollande,
Arnaud Montebourg (el enfant terrible de la izquierda francesa que perdió
frente a Hollande las primarias de 2011 para ser candidato), desde su panfleto
“¡Votad la desglobalización!”.
Desglobalizar es constatar el fracaso de las recetas neoliberales y
discutir alternativas a la inviabilidad de la visión productivista del mundo y
del proceso histórico de expansión del modelo capitalista occidental. Autores
como Amartya Sen, Walden Bello, Boaventura de Sousa Santos o Samir Amín ofrecen
munición teórica muy contrastada para analizar críticamente nuestro modelo de
desarrollo y proponer estrategias frente a la deslocalización industrial, el
aumento de las desigualdades y de la precariedad laboral y el empobrecimiento
progresivo de las poblaciones. Enfrentar estos problemas será cada vez más
ineludible, y para ello será necesaria más discusión a todos los niveles, en la
política, en la sociedad y en la educación, y plantear en serio la viabilidad
de un sistema cimentado sobre la acumulación de la deuda a futuro (sorprende
por ejemplo el escaso cuestionamiento del sistema del euro en la política
española, por no hablar de los palos de ciego de la política energética).
Hacen falta acciones concretas que incidan en los hábitos de consumo,
reconquistar espacios fuera de la lógica mercantil, reconstruir lo común.
Actuar en lo local, pensar sin tabúes, aglutinar voluntades, y no reiterar
estrategias fracasadas de crecimiento (los movimientos sociales latinoamericanos
nos llevan una gran ventaja en ello). Todo eso es desglobalizar, algo que sin
duda convivirá con los procesos de la globalización y con la expansión de la
conectividad, pero que irá señalando espacios de resistencia dentro de ella, a
la espera de que cuajen en algún tipo de articulación política futura.
Publicado no Progreso o 15-3-2014
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