Juan Carlos
Fernández Naveiro
Es muy conocido que
lo real puede superar a la ficción en dosis de inverosimilitud, lo que es más
insólito es que sea la ficción la que provea a lo real de sus propios
argumentos. Cuando hechos como la operación “Nécora” ocurrieron hace más de una
década y pocos habían leído el espléndido libro de Nacho Carretero, una serie
de televisión desencadena hechos como el secuestro del libro “Fariña”, amenazas
de querella por alguna escena subida de tono y agresiones por viejas disputas
que se reavivan, incluso llega al Parlamento gallego el tema de las conexiones
de los narcos con la Xunta de la época de Fernández Albor. Nada mejor que un
buen guionista para arrojar luz sobre hechos nunca del todo aclarados.
Y es que la ficción
puede contener más verdad que una tosca historia real. Somos animales con
instinto poético a los que nos gustan los chismes y las imposturas, y somos
capaces de sucumbir por cualquier nadería, como Cristina Cifuentes ante el olor
de unas cremas. Otro caso de impostura fruto de la ambición que la llevó a
crearse un personaje a su medida y defenderlo en los medios, en sede
parlamentaria y donde hiciera falta, aunque la puntilla la haya llegado por el
episodio bochornoso del vídeo, dentro de la guerra sucia que infecta al partido
gobernante en Madrid.
Pero una cosa es la
ficción que enriquece la complejidad del ser humano y otra la manipulación de
lo real que alcanza su paroxismo en la era de las redes y las fake news. Entre explorar las fronteras
de lo verosímil y producir noticias o vídeos con intereses políticos espurios
hay una gran diferencia en la que el discurso político parece hallarse en su
elemento. La política huye de la complejidad, su terreno es el de los bandos
bien definidos que después funcionan como camarillas, cuando no como mafias.
Es el maniqueísmo de
las ideologías que suele contaminar el debate nacionalista, impidiendo
cualquier mediación, como ocurre en Catalunya, hoy en día el paraíso de la
política de la ficción. Nadie podía imaginarse hace unos meses las peripecias
transeuropeas y demás golpes de efecto del proceso independentista. Es como la
vieja historia del aprendiz de brujo, una criatura que adquiere vida propia y
se desgaja de su creador. Nadie en su sano juicio hubiese dado credibilidad a
la suspensión de la autonomía catalana y el encarcelamiento de sus máximos
dirigentes, como tampoco al desprecio de la oposición en Catalunya y la
estrambótica declaración unilateral de independencia, en una partida que fue
elevando la apuesta entre los valedores del procés
y el rearme del nacionalismo español. Hay que reconocer que no se ha escatimado
ingeniería, como la investidura que quiso ser telemática y al final fue solo
provisional; pero el resultado de estos meses ha sido la realimentación mutua
de la pelea de gallos nacionalistas y el achique de espacios para una solución
inclusiva. Malos tiempos para la transversalidad.
Y desde que Tabarnia
apareció en escena la política de la ficción muestra su lado grotesco, como las
caricaturas que muestran una verdad incómoda a fuerza de exagerar y deformar lo
real. Albert Boadella pertenece a la estirpe de Coluche, que estuvo en los
inicios de la carrera presidencial francesa de 1981, o el italiano Beppe
Grillo, impulsor del Movimiento 5 Estrellas, un actor ahora decisivo de la
política italiana, bufones ilustres a los que siempre conviene escuchar con
atención.
Con esto de
Catalunya a mí me da la impresión de que lo que se está convirtiendo en ficción
es el principio democrático. Asistimos a una disputa de legalismos inmunes a lo
real, el rule by law que denunciaron
el pasado octubre en una carta abierta a los líderes europeos un elenco muy
significativo de intelectuales, como Philip Petit, Yanis Varoufakis, Toni
Negri, Judith Butler, Etienne Balibar, Arjun Appadurai o Nancy Fraser, gente de
muy diversa condición y nada sospechosos de deberse a ningún bando en las
disputas domésticas.
Si la presión de la
opinión pública puede hacer que se plantee la inadecuación de la ley a la
sensibilidad actual (véase el caso de la sentencia de ´la manada´), no se
entiende que en el caso catalán no haya espacio para el mismo argumento, y, en
lugar de articular mecanismos que permitan redefinir el espacio o incluso el
sujeto político, se juega a un populismo de conveniencia que solo atiende a “el
pueblo” cuando interesa al bando de los propios y a la defensa de posiciones de
poder. Se usa “el pueblo catalán” para referirse a la posición de solo una
mitad de la población (¿y la otra qué?), y se usa “el pueblo español” para
impedir de raíz todo cuestionamiento del sistema. Unos dan por sentado qué sea
el pueblo, y otros escamotean ese asunto de fondo, pero unos y otros usan el
pueblo como si fuera una ley divina, y olvidan el humilde origen instrumental
del concepto de “demos” en los griegos, con el que el antiguo Clístenes ideó un
procedimiento para mezclar poblaciones de origen diverso y asignarla a unidades
de nuevo cuño, por tanto una construcción humana artificiosa e imaginativa con
una finalidad práctica clara, que era sobreponerse al conflicto de los
intereses particulares y fundar una pertenencia común.
El pueblo, la más
poderosa ficción de los tiempos modernos, pero falta todavía transformarla en
verdad.
Publicado no Progreso o 26-5-2018