Carlo R. Sabariz
El otro día, dejándome llevar por la placidez de una sobremesa de agosto,
vi de un tirón un telediario y una película. Escuchando hablar a los políticos
y viendo actuar a los actores, volví a recordar la estrecha conexión que existe
entre el cine y la política.
En Estados Unidos, meca del cine y el show-business, es más fácil advertir
este fenómeno. Allí tuvieron a Ronald Reagan, un actor que después de
participar en más de cincuenta películas, tuvo tiempo para ser presidente y dar
carta de legitimidad a la economía especulativa, o a Arnold Schwarzenegger,
actor inigualable en volumen y “gobernator” del estado de California. Allí lo
tienen claro: un político debe tener buena planta, buena dicción y mucho
carisma, los mismos requisitos que debe poseer un buen actor.
En nuestro país, como tradicionalmente el cine ha sido más modesto, también
las exigencias a nuestros políticos han sido menores. Hay que pensar que la
mayor gloria de nuestro cine no ha sido precisamente el espectáculo o la
creación de ilusiones, sino el retrato irónico de la chapuza nacional (Berlanga
y Bardem) o la mirada surrealista de su catolicismo retrógrado (Buñuel).
Lo que ocurre es que el cine ha alcanzado un poder extraordinario. Ha
absorbido lo esencial del teatro, el relato de una historia y la representación
de una escena, y lo ha dotado del brillo de lo espectacular. “Representación” y
“espectáculo” son dos conceptos clave para comprender el puente que media entre
el cine y la política. La representación es siempre una imitación en la que lo
importante es crear una apariencia, una ilusión. En la escena, los actores
fingen ser lo que no son, son impostores fieles al espíritu de la historia. En
la tribuna o ante los periodistas, los políticos representan su papel, fieles a
las “órdenes de partido” y los “grupos de presión”. Por su parte, tal como
indica Guy Debord en su manifiesto situacionista, «el espectáculo es la
afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana como simple
apariencia».
Este espíritu del espectáculo ha transmigrado al espacio de la política,
aunque todo hay que decirlo, el show en nuestro país es tirando a cutre, y
últimamente, con menos éxito de público y crítica que nunca. Gobernantes que no
admiten preguntas ante los periodistas; políticos que no hablan en público, y
si lo hacen, es leyendo un guión; un presidente del gobierno que ofrece una
rueda de prensa desde la pantalla de un televisor de plasma; políticos que
empiezan a hacer autocrítica cuatro años después; “debates” en el parlamento
que en realidad son un cruce de insultos e improperios... El estribillo de los
Golpes Bajos sigue vigente: «Malos tiempos para la lírica».
El problema es que con el dominio de la economía sobre la política, los
discursos ya no tienen sentido sino son técnicos, la apariencia domina sobre lo
real. El único relato que ahora mismo tenemos es el de la austeridad, y ese
relato es otra apariencia para encubrir las verdaderas razones, una de las
principales: asegurarse por parte de los bancos y fondos de inversión alemanes
el cobro de sus préstamos a los bancos (y ahora Estados) del sur. A este
paradigma no le interesan los discursos éticos, ha desmoralizado el espacio
político y le ha forzado a estetizarse con el corsé de lo “políticamente
correcto”.
Combatir este paradigma es una responsabilidad de toda la ciudadanía.
También el saber distinguir a los políticos que luchan contra este estado de
cosas y trabajan por el bien común. Aquellos que escuchan lo que la gente tiene
que decir y comparten sus preocupaciones. A éstos son a los que tenemos que
alentar. El cine, espectacular o no, mejor en las salas de cine.
Pulicado no Progreso o 24-8-2013
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