jueves, 13 de febrero de 2014

Cine y política

Carlo R. Sabariz



 El otro día, dejándome llevar por la placidez de una sobremesa de agosto, vi de un tirón un telediario y una película. Escuchando hablar a los políticos y viendo actuar a los actores, volví a recordar la estrecha conexión que existe entre el cine y la política.
En Estados Unidos, meca del cine y el show-business, es más fácil advertir este fenómeno. Allí tuvieron a Ronald Reagan, un actor que después de participar en más de cincuenta películas, tuvo tiempo para ser presidente y dar carta de legitimidad a la economía especulativa, o a Arnold Schwarzenegger, actor inigualable en volumen y “gobernator” del estado de California. Allí lo tienen claro: un político debe tener buena planta, buena dicción y mucho carisma, los mismos requisitos que debe poseer un buen actor.
En nuestro país, como tradicionalmente el cine ha sido más modesto, también las exigencias a nuestros políticos han sido menores. Hay que pensar que la mayor gloria de nuestro cine no ha sido precisamente el espectáculo o la creación de ilusiones, sino el retrato irónico de la chapuza nacional (Berlanga y Bardem) o la mirada surrealista de su catolicismo retrógrado (Buñuel).
Lo que ocurre es que el cine ha alcanzado un poder extraordinario. Ha absorbido lo esencial del teatro, el relato de una historia y la representación de una escena, y lo ha dotado del brillo de lo espectacular. “Representación” y “espectáculo” son dos conceptos clave para comprender el puente que media entre el cine y la política. La representación es siempre una imitación en la que lo importante es crear una apariencia, una ilusión. En la escena, los actores fingen ser lo que no son, son impostores fieles al espíritu de la historia. En la tribuna o ante los periodistas, los políticos representan su papel, fieles a las “órdenes de partido” y los “grupos de presión”. Por su parte, tal como indica Guy Debord en su manifiesto situacionista, «el espectáculo es la afirmación de la apariencia y la afirmación de toda vida humana como simple apariencia».
Este espíritu del espectáculo ha transmigrado al espacio de la política, aunque todo hay que decirlo, el show en nuestro país es tirando a cutre, y últimamente, con menos éxito de público y crítica que nunca. Gobernantes que no admiten preguntas ante los periodistas; políticos que no hablan en público, y si lo hacen, es leyendo un guión; un presidente del gobierno que ofrece una rueda de prensa desde la pantalla de un televisor de plasma; políticos que empiezan a hacer autocrítica cuatro años después; “debates” en el parlamento que en realidad son un cruce de insultos e improperios... El estribillo de los Golpes Bajos sigue vigente: «Malos tiempos para la lírica».
El problema es que con el dominio de la economía sobre la política, los discursos ya no tienen sentido sino son técnicos, la apariencia domina sobre lo real. El único relato que ahora mismo tenemos es el de la austeridad, y ese relato es otra apariencia para encubrir las verdaderas razones, una de las principales: asegurarse por parte de los bancos y fondos de inversión alemanes el cobro de sus préstamos a los bancos (y ahora Estados) del sur. A este paradigma no le interesan los discursos éticos, ha desmoralizado el espacio político y le ha forzado a estetizarse con el corsé de lo “políticamente correcto”.
Combatir este paradigma es una responsabilidad de toda la ciudadanía. También el saber distinguir a los políticos que luchan contra este estado de cosas y trabajan por el bien común. Aquellos que escuchan lo que la gente tiene que decir y comparten sus preocupaciones. A éstos son a los que tenemos que alentar. El cine, espectacular o no, mejor en las salas de cine.

            Pulicado no Progreso o 24-8-2013

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