Carlo R. Sabariz
A mediados del siglo XIX, a partir de su famoso viaje en el Beagle, Darwin
comprobó empíricamente que las especies evolucionan al mejorar su adaptación al
entorno, de tal manera que se produce una selección natural: las especies y los
individuos más aptos sobreviven, al tiempo que los más débiles desaparecen.
Quedaba así demostrada una idea que venía de antiguo (ya planteada por
Anaximandro o Empédocles) y que pensadores como Lamarck o Spencer habían
promovido antes que el propio Darwin. Este nuevo paradigma, que inevitablemente
tuvo que admitir al ser humano como un animal más, chocó frontalmente con el
creacionismo religioso, esto es, la idea de que Dios creó al hombre y que este
es un ser especial, superior, inmutable y cualitativamente diferente al resto
de los animales. La controversia llega hasta hoy y en el fondo reproduce la
disputa histórica entre ciencia y religión.
No obstante, no es este debate el que quisiera comentar aqui, sino cómo
Spencer y Darwin (y muchos otros detrás) trasladaron estas ideas del ámbito de
la biología al marco de las sociedades humanas. Se trata de una aplicación
perversa y tramposa que, desgraciadamente, sigue latente hoy en dia. Según su razonamiento,
si en la naturaleza sobreviven los individuos mas fuertes y que mejor se
adaptan a su entorno, lo mismo ocurre entre los individuos de una sociedad y
entre las propias sociedades. De este modo, en «El origen del hombre», Darwin
se unió a las teorias eugenésicas que defendían la existencia de una relación
directa entre el tamaño del cráneo y la inteligencia. Un disparate que
actualmente está totalmente desacreditado desde el punto de vista científico
pero que ha ocasionado un daño terrible. En efecto, Darwin creyó que las
mujeres, los asiáticos o los aborígenes australianos eran seres inferiores y
claro, ¿saben quienes se sirvieron de estas ideas pseudocientificas? Entre
otros, dos angelitos como Hitler y Mussolini.
Por su parte, Spencer postuló que las personas más ricas eran en realidad
los más fuertes de la sociedad, y que si habían llegado a ese estatus, era
porque así lo habían merecido. Partiendo de una defensa a ultranza de la
libertad individual y del principio del laissez-faire, consideraba al Estado
como el gran enemigo que era necesario reducir al mínimo. Rápidamente, muchos
ricachones del momento, sobre todo en Estados Unidos, recibieron a Spencer como
una bendición y le pusieron una alfombra roja para que pudiera difundir estas
ideas a diestro y siniestro. Más adelante, sirvió como inspiración de la
ideología neoliberal de Friedrich Hayek o Milton Friedman, otros dos angelitos.
La irónica y perversa paradoja de esta visión es que, tomando como punto de
partida la defensa radical de la libertad individual, se termina en un
despiadado ultraconservadurismo que quiere eliminar todos los obstáculos para
que se cumpla en su máxima expresión la ley del más fuerte. Igualmente, aunque
Spencer criticó las formas de imperialismo, sus teorias funcionaron como
alimento ideológico y justificación de las atrocidades que cometieron los
imperios europeos a finales del siglo XIX y principios del XX. Personalmente,
creo que todos estos intentos son el fruto de una enfermedad: la locura del
hombre blanco occidental por demostrar su superioridad y justificar su
violencia. No nos dejemos engatusar por estos cantos de sirena que no poseen
apoyo cientifico alguno. Tanto Spencer como Darwin obviaron, de forma
tendenciosa, la importancia que poseen el ambiente y las circunstancias en la
educación de un individuo. Si en lugar de haberse criado en el seno de familias
elitistas que gozaban de un alto poder económico e intelectual, hubieran nacido
en los suburbios de Manchester, en los campos de esclavos de la America sureña
o en los arrabales de Ciudad del Cabo, ¿habrian postulado lo que postularon?
Pueden estar seguros de que otro gallo cantaría, o probablemente, ni siquiera
hubieran tenido la oportunidad de cantar.
Publicado no Progreso o 5-8-2017
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