sábado, 20 de mayo de 2017

Contra el alma y la ciudad




Juan Carlos Fernández Naveiro



El humano es un ser inquieto. Cultiva, domestica, produce, domina, y al mismo tiempo se cultiva, se produce, se domestica, se domina, esa es la fuerza y la debilidad de su cultura. Todo avance y todo progreso albergan alguna forma de ilusión, y si queda futuro este solo puede llevar a lo que un día fue origen: la naturaleza, el cuerpo.
Pero es difícil el retorno a la naturaleza. Es necesario para adquirir distancia respecto a la estupidez creciente de lo social, pero a la vez es susceptible de recaer en ella, de ser convertido en un reclamo vacío, un anuncio de cartón piedra, de neón, de silicio, porque es muy fácil vivir en una falsa naturaleza doméstica, sometida, dominada.
Lo cierto es que no podemos desprendernos fácilmente de nuestros atavismos. Asoman en nuestros viajes, nuestras diversiones, nuestra preocupación cotidiana por el tiempo que es motivo de conversaciones banales que inciden en algo que todos compartimos, nuestra raigambre en la tierra y también el agua, el aire y el fuego, porque somos manejados por fuerzas que nos sobrepasan, somos hijos de complejas interacciones geopsíquicas.
En Galicia somos hijos también de una cultura agraria y marinera que nos lleva a buscar el aire puro de los bosques o junto al mar y gozar de la proximidad, geográfica y anímica, de la naturaleza, a la que retornamos siempre que podemos en la pausas de una vida solo recientemente urbanizada.
No es solo cuestión de desconexión sino una disidencia más profunda que tiene que ver con reconectar con estratos postergados por el avance civilizador, seguir la llamada ancestral de los elementos que podemos recubrir con los horarios fijos de la producción y el movimiento perpetuo de lo social, pero no obviar ni anular, a lo sumo reconvertirla en ocio, turismo, producto de consumo.
No se trata solo de nostalgia ni de una mística de la naturaleza, al contrario, desde Henry David Thoreau, pionero de la conexión entre el arte de caminar y la desobediencia civil, hasta el ecologismo y sus implicaciones políticas, pasando por la generación beat (y el Lou Reed de "take a walk on the wild side") hay toda una corriente de rebeldía íntima frente a un mundo que nos ha hecho más inhumanos y en el fondo más desconocidos para nosotros mismos. Desde ahí la naturaleza indica una línea de fuga y un rechazo del poder que rompe con lo social y nos sitúa fuera de la reciprocidad y el contrato, expuestos a la soledad, emplazados a la autosuficiencia. Obligados también al cuidado de sí y del entorno.
Así que si la filosofía es hija de la ciudad (polis), la naturaleza nos sitúa fuera de la polis. Los filósofos antiguos trazaban el dibujo de la polis en sintonía con las partes del alma humana, según el modelo del platónico rey-filósofo, y encarnaban en la ciudad ideal el dominio interior de la razón sobre las pasiones y la vigilancia del alma sobre los desórdenes inducidos por el cuerpo.
Por tanto el retorno a la naturaleza implica una reconexión con el cuerpo, una exploración más intensiva de su potencia y de sus límites. Cuando la luz aumenta en primavera instintivamente buscamos más aire libre, hacemos más actividad física, se incrementa nuestra conexión emocional con el paisaje y el entorno, nuestros sentidos se agudizan como si estuviéramos más vivos. La naturaleza se convierte así en el escenario propio del cuerpo, donde nos evadimos de la función vigilante de la razón, fuera de los dominios del alma.
El cuerpo es el dominio del tacto y del contacto, una superficie impregnada de exterioridad cuyas exigencias van en contra de la jerarquía civilizadora que decretó hace mucho la inferioridad de lo sensible; contra las imposiciones del alma y de una razón que se erige en vigilante supremo de la ortodoxia de la cultura.
Fuera de la polis y contra el alma. No podemos evitar que lo salvaje reclame sus derechos, le sobran motivos para sentirse ultrajado por un modo de vida tan alejado de los ritmos naturales que marcaron nuestra condición originaria. Aunque no sea el humano un ser natural más y esa sea su miseria y su grandeza.
El dominio de la naturaleza y el cuerpo es el de una vibración vital que traspasa los límites del individuo, su piel, y comunica con lo que nos sobrepasa, nos integra en algo más grande que nosotros, proyectados fuera de la identidad de la especie, más allá de lo humano como reclama el animalismo, quizá la ideología que cuestiona más radicalmente el modelo civilizador.

Publicado no Progreso o 13-5-2017

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