miércoles, 30 de mayo de 2018

Políticas de la ficción



Juan Carlos Fernández Naveiro

Es muy conocido que lo real puede superar a la ficción en dosis de inverosimilitud, lo que es más insólito es que sea la ficción la que provea a lo real de sus propios argumentos. Cuando hechos como la operación “Nécora” ocurrieron hace más de una década y pocos habían leído el espléndido libro de Nacho Carretero, una serie de televisión desencadena hechos como el secuestro del libro “Fariña”, amenazas de querella por alguna escena subida de tono y agresiones por viejas disputas que se reavivan, incluso llega al Parlamento gallego el tema de las conexiones de los narcos con la Xunta de la época de Fernández Albor. Nada mejor que un buen guionista para arrojar luz sobre hechos nunca del todo aclarados.
Y es que la ficción puede contener más verdad que una tosca historia real. Somos animales con instinto poético a los que nos gustan los chismes y las imposturas, y somos capaces de sucumbir por cualquier nadería, como Cristina Cifuentes ante el olor de unas cremas. Otro caso de impostura fruto de la ambición que la llevó a crearse un personaje a su medida y defenderlo en los medios, en sede parlamentaria y donde hiciera falta, aunque la puntilla la haya llegado por el episodio bochornoso del vídeo, dentro de la guerra sucia que infecta al partido gobernante en Madrid.
Pero una cosa es la ficción que enriquece la complejidad del ser humano y otra la manipulación de lo real que alcanza su paroxismo en la era de las redes y las fake news. Entre explorar las fronteras de lo verosímil y producir noticias o vídeos con intereses políticos espurios hay una gran diferencia en la que el discurso político parece hallarse en su elemento. La política huye de la complejidad, su terreno es el de los bandos bien definidos que después funcionan como camarillas, cuando no como mafias.
Es el maniqueísmo de las ideologías que suele contaminar el debate nacionalista, impidiendo cualquier mediación, como ocurre en Catalunya, hoy en día el paraíso de la política de la ficción. Nadie podía imaginarse hace unos meses las peripecias transeuropeas y demás golpes de efecto del proceso independentista. Es como la vieja historia del aprendiz de brujo, una criatura que adquiere vida propia y se desgaja de su creador. Nadie en su sano juicio hubiese dado credibilidad a la suspensión de la autonomía catalana y el encarcelamiento de sus máximos dirigentes, como tampoco al desprecio de la oposición en Catalunya y la estrambótica declaración unilateral de independencia, en una partida que fue elevando la apuesta entre los valedores del procés y el rearme del nacionalismo español. Hay que reconocer que no se ha escatimado ingeniería, como la investidura que quiso ser telemática y al final fue solo provisional; pero el resultado de estos meses ha sido la realimentación mutua de la pelea de gallos nacionalistas y el achique de espacios para una solución inclusiva. Malos tiempos para la transversalidad.
Y desde que Tabarnia apareció en escena la política de la ficción muestra su lado grotesco, como las caricaturas que muestran una verdad incómoda a fuerza de exagerar y deformar lo real. Albert Boadella pertenece a la estirpe de Coluche, que estuvo en los inicios de la carrera presidencial francesa de 1981, o el italiano Beppe Grillo, impulsor del Movimiento 5 Estrellas, un actor ahora decisivo de la política italiana, bufones ilustres a los que siempre conviene escuchar con atención.
Con esto de Catalunya a mí me da la impresión de que lo que se está convirtiendo en ficción es el principio democrático. Asistimos a una disputa de legalismos inmunes a lo real, el rule by law que denunciaron el pasado octubre en una carta abierta a los líderes europeos un elenco muy significativo de intelectuales, como Philip Petit, Yanis Varoufakis, Toni Negri, Judith Butler, Etienne Balibar, Arjun Appadurai o Nancy Fraser, gente de muy diversa condición y nada sospechosos de deberse a ningún bando en las disputas domésticas.
Si la presión de la opinión pública puede hacer que se plantee la inadecuación de la ley a la sensibilidad actual (véase el caso de la sentencia de ´la manada´), no se entiende que en el caso catalán no haya espacio para el mismo argumento, y, en lugar de articular mecanismos que permitan redefinir el espacio o incluso el sujeto político, se juega a un populismo de conveniencia que solo atiende a “el pueblo” cuando interesa al bando de los propios y a la defensa de posiciones de poder. Se usa “el pueblo catalán” para referirse a la posición de solo una mitad de la población (¿y la otra qué?), y se usa “el pueblo español” para impedir de raíz todo cuestionamiento del sistema. Unos dan por sentado qué sea el pueblo, y otros escamotean ese asunto de fondo, pero unos y otros usan el pueblo como si fuera una ley divina, y olvidan el humilde origen instrumental del concepto de “demos” en los griegos, con el que el antiguo Clístenes ideó un procedimiento para mezclar poblaciones de origen diverso y asignarla a unidades de nuevo cuño, por tanto una construcción humana artificiosa e imaginativa con una finalidad práctica clara, que era sobreponerse al conflicto de los intereses particulares y fundar una pertenencia común.
El pueblo, la más poderosa ficción de los tiempos modernos, pero falta todavía transformarla en verdad.

Publicado no Progreso o 26-5-2018

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