miércoles, 11 de julio de 2018

Corrupción


Elías Pérez Sánchez

Se puede definir un acto de corrupción como aquél que constituye una violación activa o pasiva de un deber posicional o del incumplimiento de una función de carácter político o público con el objeto de obtener un beneficio extraposicional, cualquiera que sea su naturaleza. Esto implica la transgresión de las reglas que rigen el cargo que ostenta un político o un cargo público, o cualquier individuo que ejerza sus derechos como ciudadano con el fin de recibir a cambio una compensación, habitualmente económica.
Pero la corrupción no siempre implica un acto antijurídico reprochable penalmente. Al estar vinculada a beneficios extraposicionales, algunas conductas pueden no ser jurídicamente ilegales pero sí incorrectas desde el punto de vista moral. Ejemplos de este último tipo puede ser la obtención y aceptación de regalos de baja cuantía económica realizados con el fin de captar o presionar al servidor público para influir en sus decisiones futuras y que puedan beneficiar al corruptor (incluso bajo un beneficio “legal”). Esto último implica que la corrupción y la legalidad son, en un contexto de comprensión amplia de la corrupción, términos no conectados necesariamente.
Esta manera de entender la corrupción, la defienden los filósofos Ernesto Garzón Valdés, Victoria Camps o Rodolfo Vázquez,  por ejemplo. Lo que pretenden sostener es que la corrupción, en tanto que violación de códigos normativos o reglas vigentes que regulan una práctica social, no es un fenómeno exclusivamente político, al contrario, aparece también en cualquier ámbito de la vida social.
Por tanto es importante diferenciar la violación de un sistema normativo jurídico y la violación de unas reglas morales con pretensión de universalidad como, por ejemplo, la honestidad en el trabajo, el respeto público, el valor de la amistad, etc. Y es importante comprender esta diferencia ya que previene del peligro de solapar ambos niveles normativos. No hacerlo, puede “naturalizar” a la corrupción, al corrupto, al corruptor y puede, sobre todo, hacer ver que el contenido de la corrupción alcanza exclusivamente al político o al empresario. 
Nada más lejos de la realidad. Una interpretación amplia de la corrupción, como aquí se sostiene, alcanza también al ciudadano de a pie, al ciudadano profesional, al ciudadano que muchas veces viola el principio de que es la ciudadanía la que debiera determinar la vida de un país. Una interpretación amplia de la corrupción conlleva que el desinterés del ciudadano común por el cumplimiento de las reglas profesionales, y universalmente morales debilita la estructura social, las bases y la calidad de una democracia.
Una lectura amplia de la corrupción transmite, también, cierto pesimismo antropológico ya que parece confirmar que la corrupción es inherente al ser humano, en toda época y lugar. En este sentido Platón lo tenía claro en su  libro República: era imprescindible que en la polis  los gobernantes y los guardianes (dos de las clases sociales con más responsabilidad social) fueran alejados de cualquier presión pasional que pusiera en peligro su honestidad. No aprendemos.


Publicado no Progreso o 7-7-2018

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