Carlo R. Sabariz
En nuestra cultura occidental, el arte es habitualmente comprendido en un
sentido muy preciso, y a su vez, muy limitado. Suele referirse en exclusiva a
esas obras estéticas que realizan ciertos artistas profesionales y que se
exhiben en los espacios y los canales institucionalizados para tal
reconocimiento: sean los museos, los palacios de la ópera o las salas de
exposiciones. Sin embargo, para el filósofo pragmatista John Dewey, el arte se
encuentra en el modo en el que hacemos las cosas. Cualquier actividad que
emprendamos puede realizarse bien, regular, mal o peor. Desde este punto de
vista, el arte sería una cualidad del hacer, por lo que en realidad tendría una
naturaleza adjetiva más que sustantiva.
Esta idea lleva implícita la apuesta por una determinada actitud: el deseo
permanente de hacer las cosas de la mejor manera posible. Como bien ha visto el
sociólogo Richard Sennett, esta idea y esta actitud pueden también comprenderse
bajo el concepto de artesanía. Sennett ha estudiado de forma magistral este
concepto, tanto su génesis histórica, como sus características cualitativas, su
potencialidad como actitud vital o sus implicaciones éticas (Sennett, El
artesano, 2009). La artesanía está relacionada, por supuesto, con la forma de
trabajar y ciertos valores de los antiguos gremios artesanales (por ejemplo,
considerar el lugar de trabajo como un hogar, comprender la técnica como un
saber teórico-práctico, comprometerse con los procedimientos y el resultado, o
sentir el orgullo del trabajo bien hecho), pero en realidad, Sennett la
entiende en un sentido muy amplio: todo aquel trabajo que está impulsado por la
calidad. Como en Dewey, se trata más de una cuestión de motivación y actitud
que de talento, que al fin y al cabo, sería el producto de haber perseverado en
esa actitud.
Visto así, el arte, o la artesanía (vienen a ser lo mismo), se aplica a
cualquier tarea. Está presente tanto en el oficio del albañil, del carpintero,
del profesor, del programador informático, del médico, del científico, como en
el gobierno de cualquier institución o en la misma labor del padre y la madre
en la crianza de los niños. Claro que los tiempos no parecen propicios para
este espíritu: los trabajos mecánicos y rutinarios, el trabajo que no requiere
cualificación, el rechazo de la creatividad, el extrañamiento respecto a los
medios y los fines de las tareas, las máquinas y un exceso de tecnología, las
prisas, la pereza, la superficialidad... son elementos que juegan en contra.
Frente a la chapuza y la adversidad de estas condiciones, es hora de
reivindicar la calidad y el orgullo del trabajo bien hecho. Merece la pena.
Publicado no Progreso o 11-6-2016
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