Carlos R. Sabariz
No descubro nada diciendo que la tecnología posee un impacto enorme en
nuestra vida cotidiana. Muchas veces impredecible, a causa de esa lógica que
dice que cualquier respuesta a un problema o una necesidad genera a su vez una
nueva constelación de problemas no previstos. Creo que esto es lo que ha
ocurrido con el uso generalizado de los teléfonos móviles. Estos dispositivos
han extendido la capacidad de comunicarnos, pero también han modificado
nuestros hábitos y la manera en la que nos relacionamos. Y no siempre para
mejor. Por supuesto, no voy a negar aquí sus evidentes beneficios, pero como
siempre es más interesante (y productiva) la crítica que la autocomplacencia,
me gustaría llamar la atención sobre algunos aspectos de su lado oscuro.
Por lo de pronto, uno sale de casa con las llaves, la cartera y
el teléfono (y si tiene poca batería, nos llevamos el cargador). Se ha vuelto
un aparato imprescindible con el que mantenemos una relación de máxima intimidad (hasta cuando dormimos lo
dejamos a mano). También se ha convertido en el elemento que más situaciones ha
interrumpido de la historia reciente. Gran parte de las conversaciones en un
bar o en un café se cortan varias veces porque le suena a alguno de los
interlocutores. Cuando se juntan varias personas, siempre hay alguna que está
tecleando o hablando con el aparatito de marras. A cada poco se escucha el
tintineo del WhatsApp, el ring ring clásico o las melodías pasteleras tipo Viva la vida de Coldplay. Y esto ya se ha vuelto
normal. No me dirán que no es una paradoja inquietante: artilugios que sirven
para comunicar y que al mismo tiempo favorecen la incomunicación. Si Edward
Hopper viviera hoy en día, estoy seguro de que representaría la soledad y la
incomunicación pintando a una pareja de jóvenes sentados a la mesa de una
cafetería, delante de una Coca Cola light y un Red Bull, cada uno muy
concentrado en la pantalla de su flamante iPhone.
Claro que, en realidad, ya no son meros aparatos para hablar a distancia.
Son potentes computadoras, capaces de implementar una infinidad de
aplicaciones, de acceder a las redes sociales y de conectarse a internet. Esto
es algo extraordinario, sin embargo, genera una fascinación que, como todo
exceso, viene con un ramillete de contraindicaciones y desajustes. Decía Eric
Fromm que, en Occidente, el individuo se encuentra infectado de la enfermedad
de querer estar constantemente ocupado o entretenido. Es una especie de huida
hacia adelante, una forma de evitar el encontrarse con uno mismo (lo cual
explicaría la poca filosofía que se practica). Los teléfonos responden
perfectamente a este anhelo insaciable. Vídeos, noticias, chateos, llamadas,
juegos, Todo un mundo de mundos al alcance de la mano. Cualquier situación cotidiana parece siempre menos
excitante.
Otro fenómeno curioso es que, siendo en muchos casos un apéndice del
individuo, funcionan como parte de su zona de comfort. Si una situación no le
agrada, se evade a través del dispositivo multimedia, pero también, si la
situación le intimida, se refugia en los márgenes de la pantalla. Es como un
escudo protector.
Recuerdo que a finales de los 90, mi primo me decía: "¡Primo! La gente
está loca. Tan ufanos para defender la libertad en abstracto, y después tan
contentos de llevar un dispositivo de localización permanente". Pues
andado el tiempo, todo indica que se antoja necesario poner límites a estos
excesos. En Francia, acaba de entrar en vigor (introducido en la polémica y
recientemente aprobada reforma laboral) un nuevo derecho: el "derecho a la
desconexión". Se trata de un derecho para los trabajadores asalariados y
un deber para las empresas. La ley insta a ambos colectivos a negociar y
regular el uso de los correos y los teléfonos móviles con el fin de respetar
las vacaciones y el tiempo de descanso. Nadie duda de las excelencias de estar
conectado ("Connecting people", decía el feliz eslogan de una
compañía telefónica), pero quizás sea hora también de saber desconectarse.
Aunque solo sea para no perdernos la vida real que sucede ante nuestras
narices.
Publicado no Progreso o 28-1-2017
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