sábado, 4 de octubre de 2014

Al César, lo que es del César



Carlo R. Sabariz

Al César, lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios. En estas palabras de Jesucristo, recogidas en el evangelio de San Mateo, se apoyó el papa Gelasio I -allá por el siglo V después de Cristo- para reivindicar la separación entre la Iglesia y el Estado. El ataque de sus críticas se dirigía a los emperadores romanos, que pretendían para sí ostentar tanto el poder divino y espiritual, como el poder político y temporal. Postuló entonces lo que se vino a llamar la «doctrina de las dos espadas», esto es, que las dos espadas del poder -el espiritual y el terrenal- no debían ser empuñadas por una misma persona.
Durante el Renacimiento, los primeros teóricos de la ciencia política convirtieron este postulado en un principio jurídico y político. Maquiavelo, en su obra ‘El príncipe’, declara que el Estado tiene sus propios medios y fines -el bien común-, distintos y separados de los que conciernen a la Iglesia -la salvación de las almas-. Así, este principio surgió como reacción al poder histórico de la Iglesia sobre el gobierno civil y la sociedad, y como respuesta al tránsito de un sistema feudal a un modelo de Estado. Se gestó con el humanismo y la Reforma protestante -que establece la libertad de conciencia y la libertad de culto-, y se consolidó más adelante con la Ilustración, pasando así a formar parte de los principios fundamentales de la Revolución Francesa, la Constitución estadounidense y las revoluciones burguesas del siglo XIX.
Hoy en día, todos los países que gozan de una democracia desarrollada recogen en sus constituciones este principio, como es habitual, también en este caso ‘Spain is different’. En nuestro país, la llegada de la democracia -que de momento es más formal que efectiva- dio lugar a una revisión de las relaciones de la Iglesia católica con el Estado. Nuestra Constitución de 1978 garantiza en su artículo 16 la libertad de culto, así como la separación entre la Iglesia y el Estado, pero añade: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Es decir, se declara primero aconfesional, para a continuación establecer una relación de cooperación con la Iglesia católica. Ahora bien, ¿dónde se estipulan estas relaciones? En un acuerdo que tiene carácter de tratado internacional entre el Estado español y el Vaticano, firmado en 1979 y que es conocido como el Concordato. Y, ¿qué grado de cooperación establece este acuerdo? No entraré aquí en el tema de la educación, pero entre otras cosas, en el terreno fiscal, exime a la Iglesia de pagar impuestos sobre la renta y sobre el patrimonio, de pagar impuestos sobre inmuebles, donaciones y sucesiones, o de pagar el Iva para objetos destinados al culto. Además, recibe un importante porcentaje de los Presupuestos del Estado, aunque en su artículo II, el acuerdo manifiesta que este sistema de financiación durará tres años, en tanto la Iglesia no alcance a «lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus necesidades» -¡Y ya han pasado más de treinta años!-. Para más inri, la Iglesia católica puede presumir a día de hoy de tener más patrimonio que el propio Estado, pero este sufraga la conservación de todos sus edificios, es decir, lo mantenemos entre todos: católicos y no católicos.
Si a esto le sumamos la financiación con fondos públicos de gastos extra, como la visita del Papa Benedicto XVI a Valencia -costó al menos veinte millones de euros y las cuentas están confusas-, yo diría que estas concesiones constituyen más un cuerpo de privilegios que unas medidas de colaboración.
Esta situación se ha agudizado en los últimos tiempos. Aparte de estos privilegios institucionalizados, asistimos a todo un boom en cuanto a las interferencias de la religión en la política. Es curioso observar cómo este Gobierno combina medidas de corte tecnocrático con medidas de ideología católica. En cuanto a estas últimas, debemos mencionar que la Iglesia fue la única institución, o agente social, al que el ministro Wert consultó para confeccionar su Ley Orgánica de Educación; o que el ministro de Justicia prepara una ley antiaborto dictada con puntos y comas por el Opus Dei.
Es de dominio público que todos los ministros de este gobierno poseen fuertes convicciones católicas, lo cual por supuesto es muy respetable, pero no deja de sorprender que hagan gala de ello en el ejercicio de su labor política. Propio de una escena de ‘Luces de bohemia’ es ver a la ministra de Trabajo encomendándose a la Virgen del Rocío para salir de una crisis económica y política; o ver cómo el ministro del Interior le concede la Medalla de Oro al Mérito Policial con carácter honorífico a Nuestra Señora María Santísima del Amor, advocación de la Virgen que venera la Cofradía de Nuestro Padre Jesús El Rico.
Todas las religiones, bajo la condición de no practicar o promover la violencia, tienen cabida en un sistema democrático. Se deben respetar las creencias religiosas del mismo modo que estas creencias no deben interferir en los asuntos políticos. Nuestro país es un estado aconfesional en la teoría y un estado confesional en la práctica -para algunos incluso teocrático-. Mientras esto no se corrija seguiremos teniendo un sucedáneo de democracia. Y es que los privilegios están reñidos con los principios democráticos, por lo que recomiendo a estos ministros que escuchen las palabras de Jesucristo, hagan examen de conciencia -se confiesen, si así lo desean-, y dejen los asuntos de creencias para el ámbito privado.

Publicado no Progreso o 23-8-2014

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