Carlo R. Sabariz
Al César, lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios. En estas
palabras de Jesucristo, recogidas en el evangelio de San Mateo, se apoyó el
papa Gelasio I -allá por el siglo V después de Cristo- para reivindicar la
separación entre la Iglesia y el Estado. El ataque de sus críticas se dirigía a
los emperadores romanos, que pretendían para sí ostentar tanto el poder divino
y espiritual, como el poder político y temporal. Postuló entonces lo que se
vino a llamar la «doctrina de las dos espadas», esto es, que las dos espadas
del poder -el espiritual y el terrenal- no debían ser empuñadas por una misma
persona.
Durante el Renacimiento, los primeros teóricos de la ciencia política
convirtieron este postulado en un principio jurídico y político. Maquiavelo, en
su obra ‘El príncipe’, declara que el Estado tiene sus propios medios y fines
-el bien común-, distintos y separados de los que conciernen a la Iglesia -la
salvación de las almas-. Así, este principio surgió como reacción al poder
histórico de la Iglesia sobre el gobierno civil y la sociedad, y como respuesta
al tránsito de un sistema feudal a un modelo de Estado. Se gestó con el
humanismo y la Reforma protestante -que establece la libertad de conciencia y
la libertad de culto-, y se consolidó más adelante con la Ilustración, pasando
así a formar parte de los principios fundamentales de la Revolución Francesa,
la Constitución estadounidense y las revoluciones burguesas del siglo XIX.
Hoy en día, todos los países que gozan de una democracia desarrollada
recogen en sus constituciones este principio, como es habitual, también en este
caso ‘Spain is different’. En nuestro país, la llegada de la democracia -que de
momento es más formal que efectiva- dio lugar a una revisión de las relaciones
de la Iglesia católica con el Estado. Nuestra Constitución de 1978 garantiza en
su artículo 16 la libertad de culto, así como la separación entre la Iglesia y
el Estado, pero añade: «Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias
religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de
cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones». Es decir, se
declara primero aconfesional, para a continuación establecer una relación de
cooperación con la Iglesia católica. Ahora bien, ¿dónde se estipulan estas
relaciones? En un acuerdo que tiene carácter de tratado internacional entre el
Estado español y el Vaticano, firmado en 1979 y que es conocido como el
Concordato. Y, ¿qué grado de cooperación establece este acuerdo? No entraré
aquí en el tema de la educación, pero entre otras cosas, en el terreno fiscal,
exime a la Iglesia de pagar impuestos sobre la renta y sobre el patrimonio, de
pagar impuestos sobre inmuebles, donaciones y sucesiones, o de pagar el Iva
para objetos destinados al culto. Además, recibe un importante porcentaje de los
Presupuestos del Estado, aunque en su artículo II, el acuerdo manifiesta que
este sistema de financiación durará tres años, en tanto la Iglesia no alcance a
«lograr por sí misma los recursos suficientes para la atención de sus
necesidades» -¡Y ya han pasado más de treinta años!-. Para más inri, la Iglesia
católica puede presumir a día de hoy de tener más patrimonio que el propio
Estado, pero este sufraga la conservación de todos sus edificios, es decir, lo
mantenemos entre todos: católicos y no católicos.
Si a esto le sumamos la financiación con fondos públicos de gastos extra,
como la visita del Papa Benedicto XVI a Valencia -costó al menos veinte
millones de euros y las cuentas están confusas-, yo diría que estas concesiones
constituyen más un cuerpo de privilegios que unas medidas de colaboración.
Esta situación se ha agudizado en los últimos tiempos. Aparte de estos
privilegios institucionalizados, asistimos a todo un boom en cuanto a las
interferencias de la religión en la política. Es curioso observar cómo este
Gobierno combina medidas de corte tecnocrático con medidas de ideología
católica. En cuanto a estas últimas, debemos mencionar que la Iglesia fue la
única institución, o agente social, al que el ministro Wert consultó para
confeccionar su Ley Orgánica de Educación; o que el ministro de Justicia
prepara una ley antiaborto dictada con puntos y comas por el Opus Dei.
Es de dominio público que todos los ministros de este gobierno poseen
fuertes convicciones católicas, lo cual por supuesto es muy respetable, pero no
deja de sorprender que hagan gala de ello en el ejercicio de su labor política.
Propio de una escena de ‘Luces de bohemia’ es ver a la ministra de Trabajo
encomendándose a la Virgen del Rocío para salir de una crisis económica y
política; o ver cómo el ministro del Interior le concede la Medalla de Oro al
Mérito Policial con carácter honorífico a Nuestra Señora María Santísima del
Amor, advocación de la Virgen que venera la Cofradía de Nuestro Padre Jesús El
Rico.
Todas las religiones, bajo la condición de no practicar o promover la
violencia, tienen cabida en un sistema democrático. Se deben respetar las
creencias religiosas del mismo modo que estas creencias no deben interferir en
los asuntos políticos. Nuestro país es un estado aconfesional en la teoría y un
estado confesional en la práctica -para algunos incluso teocrático-. Mientras
esto no se corrija seguiremos teniendo un sucedáneo de democracia. Y es que los
privilegios están reñidos con los principios democráticos, por lo que recomiendo
a estos ministros que escuchen las palabras de Jesucristo, hagan examen de
conciencia -se confiesen, si así lo desean-, y dejen los asuntos de creencias
para el ámbito privado.
Publicado no Progreso o 23-8-2014
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