Juan
Carlos Fernández Naveiro
Apoteosis navideña del consumo recreativo.
Saturados de objetos, ahora valoramos más las experiencias cuyo goce es
indisimuladamente efímero, que nos permiten ser fluidos y precarios como
conviene, disponibles para varias vidas en cada vida, para varios trabajos en
una jornada (o sin ninguno durante largos períodos), como si no fuese
suficiente con ser consumidos por el gasto de la biología y tuviésemos aún que
ser exprimidos un poco más por la gran máquina social; una máquina que ya no es
disciplinaria sino de control flexible y versátil, subsumida en lo principal a
intereses prosaicamente comerciales.
En “La cultura del nuevo capitalismo” Richard
Sennet habla del predominio actual de las “organizaciones flexibles”, que
promueven a la vez unas relaciones humanas menos jerárquicas y más polivalentes
y sensibles, la precarización de los empleos y un aumento de la competitividad.
“La sensibilidad sustituye al deber”, dice Sennet, marcando la distancia con el
modelo taylorista del trabajador integrado en una cadena de mando piramidal y
su desempeño de una función prefijada e invariable.
La identidad se vuelve a la fuerza plural y
frágil. A ello se une la personalización del consumo, como dispositivo de
gratificación y como identificador social. Hay un goce más o menos secreto en
la pulsión de compra (y más explícito en el acto de regalar) que enlaza nuestro
imaginario al sistema de la publicidad y construye una vía por la que los
deseos, convenientemente aleccionados, de alguna manera se materializan.
Los deseos también viajan en la red y adquieren
allí otra forma de materialidad, no por virtual menos real. Jugamos con nuestro
deseo inespecífico de ser, que es la materia virgen del sujeto, y los
constantes intercambios de datos tienen la misma consistencia fluida que la
energía del inconsciente.
Si el ruido de la comunicación tuviera un
verdadero equivalente sonoro estaríamos abrumados por el tráfico basura de las
cadenas de whatsaps que rebotan de un punto a otro y producen un efecto de
redundancia. Los mensajes y correos enviados (y recibidos), las entradas,
fotos, textos que añades a tu facebook, a tu twiter o a tu instagram son la expresión de una
subjetividad formateada en la red que puede convivir sin grandes tragedias con
los pliegues íntimos del sujeto tradicional, ese que solo se podía expresar
cara a cara, o con lo métodos elusivos de una cultura de la escritura que hoy
puede parecer arcaica. ¿Es más verdadera tu identidad psicológica predigital
que la que se puede construir con tu historial de búsquedas? Las respuestas son
tan múltiples como las combinaciones de identidad que posibilitan los medios. Y
no deberíamos ser catastrofistas al respecto. Aunque sepamos que el poder
construir una autoimagen a capricho no nos va a acercar más a nosotros mismos,
habrá que aprender (como advierte Michel Serres en “Pulgarcita”) de las
mutaciones culturales a las que asistimos, y saber separar el grano de la paja
en la ampliación de la oferta del sí mismo que empieza a parecerse al catálogo
de un centro comercial.
Estamos expuestos, abiertos en canal, pero ¿qué
es lo que se ve en el interior? En un mundo de tráfico y relaciones, el
interior de los nodos sigue siendo un misterio; somos (como siempre) mónadas
que en rigor carecen de ventanas. Nos define la penumbra; y los medios –como el
conocimiento en general– producen fogonazos que enseguida se apagan.
Solo a costa de alguna catástrofe íntima se
produce a veces un resplandor que lo inunda todo y que se agota pronto con el
discurrir de la experiencia ordinaria. De pronto vemos la luz en la abertura de
la caverna (¿os acordais de la historia que contaba Platón?) y regresamos a la
confortable penumbra. Los medios amplifican la sensación de la luz -pero nada
pueden contra la obstinación de la vida, que discurre en el subsuelo de la
identidad y es más bien ciega.
Publicado no Progreso o 5-01-2014
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