miércoles, 5 de marzo de 2014

Deseo de ser



Juan Carlos Fernández Naveiro 

Apoteosis navideña del consumo recreativo. Saturados de objetos, ahora valoramos más las experiencias cuyo goce es indisimuladamente efímero, que nos permiten ser fluidos y precarios como conviene, disponibles para varias vidas en cada vida, para varios trabajos en una jornada (o sin ninguno durante largos períodos), como si no fuese suficiente con ser consumidos por el gasto de la biología y tuviésemos aún que ser exprimidos un poco más por la gran máquina social; una máquina que ya no es disciplinaria sino de control flexible y versátil, subsumida en lo principal a intereses prosaicamente comerciales.
En “La cultura del nuevo capitalismo” Richard Sennet habla del predominio actual de las “organizaciones flexibles”, que promueven a la vez unas relaciones humanas menos jerárquicas y más polivalentes y sensibles, la precarización de los empleos y un aumento de la competitividad. “La sensibilidad sustituye al deber”, dice Sennet, marcando la distancia con el modelo taylorista del trabajador integrado en una cadena de mando piramidal y su desempeño de una función prefijada e invariable.
La identidad se vuelve a la fuerza plural y frágil. A ello se une la personalización del consumo, como dispositivo de gratificación y como identificador social. Hay un goce más o menos secreto en la pulsión de compra (y más explícito en el acto de regalar) que enlaza nuestro imaginario al sistema de la publicidad y construye una vía por la que los deseos, convenientemente aleccionados, de alguna manera se materializan.
Los deseos también viajan en la red y adquieren allí otra forma de materialidad, no por virtual menos real. Jugamos con nuestro deseo inespecífico de ser, que es la materia virgen del sujeto, y los constantes intercambios de datos tienen la misma consistencia fluida que la energía del inconsciente.
Si el ruido de la comunicación tuviera un verdadero equivalente sonoro estaríamos abrumados por el tráfico basura de las cadenas de whatsaps que rebotan de un punto a otro y producen un efecto de redundancia. Los mensajes y correos enviados (y recibidos), las entradas, fotos, textos que añades a tu facebook, a tu twiter o a  tu instagram son la expresión de una subjetividad formateada en la red que puede convivir sin grandes tragedias con los pliegues íntimos del sujeto tradicional, ese que solo se podía expresar cara a cara, o con lo métodos elusivos de una cultura de la escritura que hoy puede parecer arcaica. ¿Es más verdadera tu identidad psicológica predigital que la que se puede construir con tu historial de búsquedas? Las respuestas son tan múltiples como las combinaciones de identidad que posibilitan los medios. Y no deberíamos ser catastrofistas al respecto. Aunque sepamos que el poder construir una autoimagen a capricho no nos va a acercar más a nosotros mismos, habrá que aprender (como advierte Michel Serres en “Pulgarcita”) de las mutaciones culturales a las que asistimos, y saber separar el grano de la paja en la ampliación de la oferta del sí mismo que empieza a parecerse al catálogo de un centro comercial.
Estamos expuestos, abiertos en canal, pero ¿qué es lo que se ve en el interior? En un mundo de tráfico y relaciones, el interior de los nodos sigue siendo un misterio; somos (como siempre) mónadas que en rigor carecen de ventanas. Nos define la penumbra; y los medios –como el conocimiento en general– producen fogonazos que enseguida se apagan.
Solo a costa de alguna catástrofe íntima se produce a veces un resplandor que lo inunda todo y que se agota pronto con el discurrir de la experiencia ordinaria. De pronto vemos la luz en la abertura de la caverna (¿os acordais de la historia que contaba Platón?) y regresamos a la confortable penumbra. Los medios amplifican la sensación de la luz -pero nada pueden contra la obstinación de la vida, que discurre en el subsuelo de la identidad y es más bien ciega.

Publicado no Progreso o 5-01-2014

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