Juan Carlos Fernández Naveiro
Los alumnos y sus familias ya pueden respirar un poco más tranquilos, los
que acaben el bachillerato este año solo se tendrán que examinar de materias
cursadas en 2º curso, y no de 1º, como ocurría con la Filosofía en el proyecto
inicial, una idea descabellada que estaba generando muchos problemas y que
finalmente ha sido abandonada. Al final ni prueba tipo test ni valor académico
ni ninguna diferencia sustancial con la selectividad de todos estos años
excepto en la desaparición de
la prueba de Filosofía, al
no ser ya común en 2º. Un problema resuelto, a favor de los intereses
inmediatos del alumnado, consiguiendo contraponerlos al colectivo de profesores
de Filosofía, que llevaba años reivindicando la recuperación del carácter común
de la historia de la Filosofía en 2º, un elemento que resultaba incómodo en el
nuevo puzzle de asignaturas de la Lomce.
Obra maestra de la estrategia, que crea la ocasión idónea para diluir el
conflicto con la Filosofía de forma que sea grata al público en general y, de
paso, encaminarla a la desaparición, convirtiéndola en una asignatura marginal
e irrelevante. ¡Chapeau! Muerto el perro ya no más conflicto con la Filosofía. Parece una obra maestra de la
estrategia, si no estuviésemos
asistiendo a la más
burda improvisación en
la implantación de la Lomce, si no observásemos la carencia de una idea o
proyecto consistente de lo que se quiere conseguir con la educación, y su
utilización como elemento de presión política o arma negociadora, subsidiada a
otras políticas sectoriales (algo de reforma laboral o de ley mordaza o de
Lomce, todo sea por un pacto educativo o por el empleo o la seguridad
nacional)... ¡Consenso
obliga!
Pero algo de diseño sí parece haber, alguna idea en torno a lo que es calidad:
vaciar el modelo educativo del componente humanístico y crítico, reacio a
dejarse evaluar objetivamente; convertir la educación en un proceso puramente
técnico y objetivable, reductible a interacciones mecánicas y reproducibles en
cualquier circunstancia, máximamente estandarizado, que coarta la innovación y
se aleja de la práctica docente real: listados abrumadores de estándares de
aprendizaje, con apartados, subapartados y subsubapartados, sin importar si hay
tiempo para dotarlos de un mínimo de contenido. Resulta patético ver a legiones
de profesores gastando su tiempo y energía en el formateo técnico de documentos
que son papel mojado, inútil y muerto desde el momento en que cruzas la puerta
del aula, documentos con aroma de despacho y moqueta, y no de aula, tiza y
sangre caliente de inquietud estudiantil. Tests y evaluaciones externas por
agencias independientes son algunas de las cosas que se han caído por el camino (es la parte de
improvisación),
pero el modelo sigue ahí,
esperando el consenso.
No niego que parte de la responsabilidad de lo que pasa con la Filosofía
pueda recaer en el ombliguismo de sectores del profesorado, empeñado en un
elitismo de la pureza, de espaldas a realidades que se desprecian. A veces nos
hemos buscado el ser víctimas de cierta inevitable modernización y, en
cualquier caso, ahora nos espera ocupar un reducto académico y, desde ahí,
someternos a un arduo reciclaje y poner en práctica una resistencia y una
libertad cada vez más escasas, a la espera de que lleguen (desde fuera, al hilo
de nuestro tradicional papanatismo cultural) improbables tiempos mejores, en
los que se redescubra la rentabilidad (a futuro, pero hoy intangible) del saber
humanístico. La filosofía, luminoso faro de los días, pero también vuelo
vespertino de la lechuza que se interna en la noche.
Publicado no Progreso o 26-11-2016
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