Elías Pérez Sánchez
Se puede definir un acto de corrupción como aquél que constituye una
violación activa o pasiva de un deber posicional o del incumplimiento de una
función de carácter político o público con el objeto de obtener un beneficio
extraposicional, cualquiera que sea su naturaleza. Esto implica la transgresión
de las reglas que rigen el cargo que ostenta un político o un cargo público, o
cualquier individuo que ejerza sus derechos como ciudadano con el fin de
recibir a cambio una compensación, habitualmente económica.
Pero la corrupción no siempre implica un acto antijurídico reprochable
penalmente. Al estar vinculada a beneficios extraposicionales, algunas
conductas pueden no ser jurídicamente ilegales pero sí incorrectas desde el
punto de vista moral. Ejemplos de este último tipo puede ser la obtención y
aceptación de regalos de baja cuantía económica realizados con el fin de captar
o presionar al servidor público para influir en sus decisiones futuras y que
puedan beneficiar al corruptor (incluso bajo un beneficio “legal”). Esto último
implica que la corrupción y la legalidad son, en un contexto de comprensión
amplia de la corrupción, términos no conectados necesariamente.
Esta manera de entender la corrupción, la defienden los filósofos Ernesto
Garzón Valdés, Victoria Camps o Rodolfo Vázquez, por ejemplo. Lo que pretenden sostener es que
la corrupción, en tanto que violación de códigos normativos o reglas vigentes
que regulan una práctica social, no es un fenómeno exclusivamente político, al
contrario, aparece también en cualquier ámbito de la vida social.
Por tanto es importante diferenciar la violación de un sistema normativo
jurídico y la violación de unas reglas morales con pretensión de universalidad
como, por ejemplo, la honestidad en el trabajo, el respeto público, el valor de
la amistad, etc. Y es importante comprender esta diferencia ya que previene del
peligro de solapar ambos niveles normativos. No hacerlo, puede “naturalizar” a
la corrupción, al corrupto, al corruptor y puede, sobre todo, hacer ver que el
contenido de la corrupción alcanza exclusivamente al político o al
empresario.
Nada más lejos de la realidad. Una interpretación amplia de la corrupción,
como aquí se sostiene, alcanza también al ciudadano de a pie, al ciudadano
profesional, al ciudadano que muchas veces viola el principio de que es la
ciudadanía la que debiera determinar la vida de un país. Una interpretación
amplia de la corrupción conlleva que el desinterés del ciudadano común por el
cumplimiento de las reglas profesionales, y universalmente morales debilita la
estructura social, las bases y la calidad de una democracia.
Una lectura amplia de la corrupción transmite, también, cierto pesimismo
antropológico ya que parece confirmar que la corrupción es inherente al ser
humano, en toda época y lugar. En este sentido Platón lo tenía claro en su libro República: era imprescindible que en la
polis los gobernantes y los guardianes
(dos de las clases sociales con más responsabilidad social) fueran alejados de
cualquier presión pasional que pusiera en peligro su honestidad. No aprendemos.
Publicado no Progreso o 7-7-2018
No hay comentarios:
Publicar un comentario